OMBLIGO

Si te miras mucho el ombligo puedes acabar hipnotizado por tu propia estupidez, bizco, no pudiendo mirar más allá de tus propias narices, tomándote en serio y dándote siempre la razón. Un caso, vaya.
El ombligo es siempre el ombligo ajeno, el de la vecina que se despereza, de mañana, dejando el vientre despojado del trozo de tela que subió con los pechos con el gesto de los brazos.
El ombligo del otro es el que hay que indagar para descubrir otros mundos, para no quedar bisojo, vamos. Para aprender a callar y a decir y reírte a carcajadas de tu ombligo.
Si te miras mucho el ombligo nunca descubrirás que no tienes ni puta gracia ni porqué te ríes como un idiota de los que no se miran el ombligo.
El ombligo es siempre el ombligo ajeno, el que se tuesta al sol encima de una chica en top-less con gafas de sol y un cigarro rubio por la mitad.
No se puede hablar con quien se mira mucho el ombligo porque es alguien muy serio que sólo tiene oído para sus pelusillas y su discurso transcurre por un cordón umbilical imaginario (que bien podría ser la tripa de un embutido) entre su ombligo y una placenta virtual que es su escaso sentido del humor.
El ombligo es siempre el ajeno, el ombligo que surco con mi lengua mientras mis dedos coronan el monte de Venus y tú cierras los ojos y los vuelves a abrir para observarme desde la horizontal y comprobar que, en efecto, eres tú la que está allí y preguntarte si era yo el que debería estar allí intimando, saliva mediante, con tu ombligo.